Es sabido que me encanta pelear.
Con el tiempo me he dado cuenta que de manera natural y espontanea siempre salgo antes que los demás a opinar y quejarme por las cosas que considero injustas. Sobre todo, porque la mayoría de las personas de mi edad, aunque piensen igual que yo, no suelen decir nada.
No ando por ahí diciendo, mucho menos insinuando con mis actitudes que “esta boca es mía”, pero quise llamar así esta columna, porque sencillamente es una realidad. No me gusta que me digan que no hable, que no opine, me parece totalmente fuera de lugar. Mucho menos antes de haber hablado, opinado o ejercido algún tipo de presión. Mi primera reacción: discutir, indudablemente. No considero correcto que en lugares cuya existencia se base precisamente en el fomento de la comunicación y la integración del ser humano se presenten estas situaciones.
La libertad de expresión es un derecho que posee cada ser humano (por lo menos es lo que uno cree), sin importar la edad. Todos, sin excepciones, más aun aquellos que fungen como representantes de la comunidad debemos luchar por mantenerla y favorecerla. El derecho a expresarnos no se limita a los medios de comunicación masiva, abarca el universo de acción de cada cual como integrante de una comunidad y debe respetarse. Puedo decir lo que pienso en cualquier lugar, en mi casa, en el trabajo, en la escuela, siempre y cuando la forma de comunicar mis ideas se haga de manera respetuosa y sin alterar el orden público. Sentir que podemos expresarnos propicia siempre situaciones saludables, mejores relaciones entre compañeros, mejores ciudadanos, conscientes de sus pensamientos, orgullosos de sus buenas ideas o responsables de sus preocupaciones.
Tomémoslo con lección, aprendamos a prestar atención a los demás, no callemos a quienes sabemos se preocupan, no tapemos las bocas de nuestros hijos, escuchemos, es sencillo.
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