“Se borraron las pisadas,
se apagaron los latidos,
y con tanto ruido
no se oyó el ruido del mar.”
Cuando los temas abarrotan tu mente, cuando hay tanto, tanto ruido, que no puedes deshilachar las ideas, separarlas unas de otras para lograr desarrollarlas dignamente, solo queda una opción… Observar. Y el modo observación equivale muchas veces al silencio de los labios, ese que genera introversiones, pero activa opuestamente el murmullo interno y las divagaciones.
Muchas veces el silencio es necesario para notar que muchos hablan sin parar, sin sentido, otras veces observamos que somos nosotros quienes no paramos de emitir sonidos absurdos. Hablamos y gritamos desde que abrimos los ojos junto al sol hasta que el sueño nos vence.
Cuando logramos silencio, tarea infinitamente complicada, nos percatamos de que duelen los oídos de tanto escuchar, de tanto escucharnos.
Temo que las cosas más increíbles sucedan mientras hablamos desenfrenadamente, mientras el bullicio de la vida repetitiva nos disipa de las cosas importantes. Temo que no seamos capaces de maravillarnos por la existencia de los detalles mudos que rondan cada jornada.
Temo un día no soportar el silencio, porque el cuerpo se haya vuelto adicto al bullicio…
En el silencio se crea un lugar íntimo, lugar preciado, donde nos encontramos a nosotros mismos, donde conocemos nuestros verdaderos interiores.
Pero no me tomen a mal, ni seamos radicales, que aunque el silencio es imprescindible para nuestro equilibrio vital y para que estas reflexiones tomen vida, nunca nada más placentero que una buena conversación entre amigos.
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